“Sin embargo, Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros somos el barro, tú eres el alfarero. ¡Todos fuimos hechos por ti mismo!” (Isaías 64:8)
Cada persona ha sido creada por Dios, y por lo tanto Él ama profundamente su obra. Porque ama y es Padre, continúa moldeando como el alfarero que da forma al barro hasta convertirlo en una vasija útil. De la misma manera, los padres son llamados a ser alfareros de sus hijos. Ellos son el barro tierno que poco a poco irá tomando la forma que se les dé a lo largo de su vida, desde el nacimiento hasta llegar a la madurez.
Así como Dios corrige con amor porque no quiere que sus hijos se pierdan, los padres también deben estar atentos a la corrección de los suyos. El amor hacia los hijos es tan grande que los padres desean evitarles el sufrimiento y darían lo que fuera necesario por ellos. Sin embargo, llega un momento en que ya no está en sus manos controlar cada situación, especialmente cuando alcanzan la mayoría de edad.
Dios, en su sabiduría, enseña a los padres a amar como Él ama. “No rechaces, hijo mío, la corrección del Señor, ni te disgustes por sus reprensiones; porque el Señor corrige a quien ama, como el padre corrige a su hijo favorito.” (Proverbios 3:11-12)
Para Dios, todos sus hijos son especiales. Así también, cada hijo en el hogar debe sentirse igualmente amado, valorado y único. Cada uno tiene una personalidad diferente y un carácter particular; la misión de los padres es guiar ese carácter, no cambiar la esencia que Dios les dio, sino ayudarlos a crecer en virtud, respeto y responsabilidad.
“Corrige a tu hijo y te hará vivir tranquilo, y te dará muchas satisfacciones.” (Proverbios 29:17)
Corregir no significa gritar ni humillar, sino guiar con firmeza y amor, haciéndoles entender por qué ciertas actitudes no son correctas y cómo pueden mejorar. La verdadera disciplina no nace de la ira, sino del amor que busca el bien del hijo.
Hoy en día se vive en un mundo donde la permisividad parece normal, pero los hijos necesitan límites claros, no para sentirse restringidos, sino para sentirse seguros y amados. La falta de guía solo trae confusión, pero un hogar con valores firmes y amor constante es un refugio que fortalece el corazón de un hijo.
Un hijo necesita escuchar con frecuencia que es amado, necesita abrazos, tiempo de calidad y palabras de afirmación. La adolescencia es una etapa especialmente delicada, donde surgen dudas e inseguridades. Allí, el acompañamiento cercano y lleno de ternura de un padre o una madre marca una gran diferencia. Reafirmar la identidad, transmitir valores sólidos y sembrar el amor a Dios es el mejor regalo que se puede dar.
“La corona de los ancianos son sus nietos, el orgullo de los hijos son los padres.” (Proverbios 17:6)
Qué hermoso es cuando los hijos pueden mirar atrás y sentirse orgullosos de los padres que los guiaron con paciencia, firmeza y ternura, cumpliendo fielmente la misión que Dios les entregó.
“Padres, no hagan enojar a sus hijos para que no se desanimen.” (Colosenses 3:21)
La corrección requiere sabiduría para saber cómo, cuándo y dónde aplicarla. Pero más allá de la disciplina, un hijo necesita ánimo, palabras de esperanza y la certeza de que siempre contará con el amor incondicional de su padre o su madre.
Al final, lo más importante no es que los hijos sean perfectos, sino que sepan que son amados por Dios y por sus padres, y que tienen un propósito eterno. Ese amor es el que les dará fuerzas para enfrentar la vida con fe, seguridad y confianza.
Pidámosle al Señor la gracia de ser alfareros pacientes y sabios, que con manos llenas de ternura moldeen vidas firmes, corazones nobles y almas que brillen con la luz de Cristo. Ese será siempre el mayor legado.