Un corazón que agrada a Dios

Este artículo nos recuerda, a través de la historia del rey David, que Dios no desprecia un corazón arrepentido. Nos invita a reflexionar sobre nuestras intenciones, examinar lo profundo de nuestro ser y rendirnos a Cristo con sinceridad.

Fe y Crecimiento

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September 16, 2025

Un corazón que agrada a Dios

El Corazón que agrada a Dios

“Por tu amor, oh Dios, ten compasión de mí; por tu gran ternura, borra mis culpas. ¡Lávame de mi maldad! ¡Límpiame de mi pecado! Reconozco que he sido rebelde, mi pecado no se borra de mi mente. Contra ti he pecado y sólo contra ti, haciendo lo malo, lo que tú condenas. Por eso tu sentencia es justa; irreprochable tu juicio.” (Salmo 51:1,4)

El rey David cometió adulterio cuando se dejó llevar por sus impulsos y se enamoró de Betsabé, esposa de Urías, uno de sus siervos más fieles. Después de embarazarla, intentó encubrir su pecado, y esto lo llevó a planear la muerte de Urías en el campo de batalla para quedarse con ella.

“Cuando la mujer de Urías supo que su marido había muerto, guardó luto por él. Pero después que pasó el luto, David mandó que la trajeran, la recibió en su palacio, la hizo su mujer y ella le dio un hijo. Pero al Señor no le agradó lo que David había hecho.” (2 Samuel 11:26-27)

David era un hombre conforme al corazón de Dios. Antes de ser rey fue pastor de ovejas, humilde y sencillo, adorador con música y poesía, valiente en la batalla y justo en su reinado. Sin embargo, era humano como todos nosotros, y el enemigo aprovechó su debilidad para hacerlo caer en graves pecados.

Su error tuvo consecuencias muy dolorosas, especialmente en su familia. Pero David reconoció su falta y se arrepintió con un corazón sincero. La Palabra nos enseña que Dios no desprecia un corazón contrito y humillado (Salmo 51:17). Fue entonces cuando, quebrantado, escribió el Salmo 51, un clamor que refleja lo que es un verdadero arrepentimiento delante del Señor.

La buena noticia es que Dios no cambia, Él no hace acepción de personas. Así como amó y perdonó a David, también nos ama a nosotras. Tanto nos ama que envió a su Hijo Jesucristo para salvarnos, porque no es por méritos propios que podemos acercarnos a Su presencia, sino únicamente por la obra redentora de Cristo en la cruz.

La pregunta es: ¿Cuánto amamos verdaderamente a Dios? La respuesta se revela al examinar nuestro corazón: ¿lo buscamos con sinceridad para honrarlo y obedecerlo, o lo buscamos solo por conveniencia mientras tratamos de ocultar nuestros pecados?

A veces creemos estar bien con Él porque vamos a la iglesia, hacemos obras de caridad o aparentamos ser correctas ante los demás. Pero la realidad es que solo Dios escudriña el corazón y el Espíritu Santo es quien nos convence de pecado.

Su Palabra nos invita a reflexionar:

El pecado nos ata, pero Dios quiere hacernos libres. Él escucha la oración sincera que brota de un corazón arrepentido. Como David, podemos clamar: “Ten compasión de mí, Señor, y borra mis pecados”.

Dios resiste al orgulloso, pero recibe con ternura a quien reconoce su fragilidad y se rinde a Él. La salvación es personal, y cada una de nosotras dará cuentas delante de Su presencia.

El mundo necesita ver mujeres que reflejen a Cristo, porque vivimos rodeadas de dolor y vacío. Y es nuestra misión mostrar, con nuestra vida, que hay un Salvador que transforma corazones.

“Cualquiera que reconoce que Jesús es el Hijo de Dios, vive en Dios y Dios en él.” (1 Juan 4:15)

Detente y examina tu corazón. Pregúntate: ¿mi vida le agrada a Dios? ¿Mi fe es auténtica o superficial? No te conformes con las apariencias, porque Dios ve más allá de lo externo, Él mira lo profundo de tu ser.

Entrégale tus cargas, tu dolor y también tus errores. No huyas de Su corrección, porque es un acto de amor. Decide hoy buscarlo con un corazón íntegro, honesto y rendido. Y recuerda que cuando una mujer se humilla delante de Dios, Su luz la envuelve, Su perdón la transforma y su vida se convierte en un testimonio vivo del poder y la gracia de Cristo.

Que en tu caminar diario resplandezcas con el esplendor de Dios.

Testimonios de lectoras

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