“Tener amor es saber soportar; es ser bondadoso; es no tener envidia, ni ser presumido, ni orgulloso, ni grosero, ni egoísta; es no enojarse ni guardar rencor; es no alegrarse de las injusticias, sino de la verdad. Tener amor es sufrirlo todo, creerlo todo, esperarlo todo, soportarlo todo.” (1 Corintios 13:4,7)
Solamente existe un amor verdaderamente puro, y es el amor que proviene de Dios. Muchas veces creemos que amamos profundamente, que podríamos dar nuestra vida por quienes amamos, y sin embargo ¿estamos amando como Dios manda? ¿Estamos reflejando ese amor que nace del Espíritu y no del sentimiento humano?
“Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la ley?” Jesús respondió: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente… y ama a tu prójimo como a ti mismo.” (Mateo 22:37–40)
Fuimos creadas por amor y para amar. Dios nos formó para deleitarse en nosotras y para que nosotras encontremos gozo en Él. El pecado nos apartó, pero Su amor no nos abandonó; nos alcanzó a través de Cristo. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” (Juan 3:16)
Cuando entendemos lo que significa amar a Dios con todo nuestro ser, nuestro corazón se rinde. Reconocemos que todo depende de Él, y nace en nosotras el anhelo de hacer Su voluntad. Pero para amar así, necesitamos humillarnos ante Él, rendir nuestro orgullo y darle el primer lugar.
Dios ama a toda la humanidad, pero no todos corresponden Su amor. Así como no puede haber relación verdadera entre dos personas sin cercanía y entrega, tampoco podemos amar verdaderamente a Dios sin caminar con Él. Por eso envió a Jesús, y Jesús nos dejó al Espíritu Santo: nuestro Consolador, nuestra fuerza y nuestra guía.
El Espíritu Santo produce en nosotras frutos que revelan que somos hijas de Dios: paz, paciencia, humildad, dominio propio, mansedumbre, fe y sobre todo, amor. Donde hay amor, los demás frutos florecen.
Es fácil amar a quien nos ama, a quien nos hace bien, a quien nos comprende. Pero Jesús nos llama a un amor mayor: A amar cuando duele. A bendecir cuando nos hieren. A perdonar cuando el corazón quiere cerrar su puerta.
Perdonar es amar. Amar es obedecer. Y obedecer es rendirse a Dios.
“Y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará. Pero el que persevere hasta el fin, será salvo.” (Mateo 24:12–13)
Vivimos tiempos donde el amor parece desvanecerse, pero nosotras estamos llamadas a ser diferentes. No amamos porque nos aman; amamos a pesar de. Somos hijas de Dios, embajadoras de Su Reino, portadoras de Su luz. Que nuestras acciones hablen más que nuestras palabras. Donde vayamos, sembremos bien.
Jesús dijo que Su verdad dividiría incluso hogares (Mateo 10:34-36), no porque Él traiga división, sino porque no todos aceptarán Su amor. Por eso debemos cuidar que en nuestras casas reine Su espíritu, Su paz y Su amor.
Pidamos cada día al Espíritu Santo que nos enseñe a amar como Él ama. Nuestro amor es limitado. El de Él es eterno, puro e inagotable.
“Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor; pero el mayor de ellos es el amor.” (1 Corintios 13:13)
Tal vez hoy sientes que tu amor se ha cansado… Que tu corazón ha llevado cargas, heridas y silencios que nadie ve. Quizás has amado y no fuiste correspondida, o has perdonado más veces de las que puedes contar. Tal vez has dado todo, y a veces te has sentido vacía.
Pero el amor que Jesús pone en tu vida nunca se agota. No nace de tus fuerzas, nace de Su Espíritu. No depende de tus circunstancias, depende de Su fidelidad. No se marchita con el tiempo, se fortalece en la eternidad.
Ríndete en Sus brazos. Descansa en Su ternura. Permite que Él sane lo que nadie ve, y llene lo que el mundo no puede llenar.
Que tu corazón sea un altar donde el amor de Dios habite, y que tu vida sea la prueba viva de que el amor de Jesús transforma.
Eres amada. Y estás llamada a amar con el amor de Su Santo Espíritu.



