“Con lazos de ternura, con cuerdas de amor, los atraje hacia mí; los acerqué a mis mejillas como si fueran niños de pecho, me incliné hacia ellos para darles de comer.” (Oseas 11:4)
Dios es eterno, el mismo ayer, hoy y por siempre. Su amor no cambia, porque Él es la esencia del amor. Amó a su pueblo Israel, y a pesar de su rebeldía, continuó amándolo. De esa misma manera nos ama a nosotros, tanto, que envió a su Hijo Jesucristo para salvarnos y darnos vida eterna junto a Él.
Con los afanes de la vida y las constantes distracciones del camino, perdemos de vista lo que realmente significa su amor y lo que Él espera de nosotras. Creemos que somos buenas porque no le hacemos mal a nadie, hacemos obras de caridad o pasamos horas orando. Pero lo que Dios realmente espera es que lo amemos con un corazón sincero y hagamos su voluntad.
Hacemos su voluntad cuando conocemos su Palabra y la vivimos. Jesús dijo:
“Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.” (Mateo 22:37) Y añadió: “Ama a tu prójimo como a ti mismo.” (Mateo 22:39)
Si obedecemos estos mandatos, estaremos cumpliendo con todo lo que Él demanda de nosotras.
“Haya, sobre todo, mucho amor entre ustedes, porque el amor perdona multitud de pecados.” (1 Pedro 4:8)
Jesús no es una religión; Él es nuestro Salvador. Vino a rescatar a toda la humanidad, incluso a quienes pensamos que no merecen la salvación. Él vino a buscar a los perdidos… y nosotras estábamos perdidas.
El mundo necesita desesperadamente amor, y Dios quiere derramar ese amor a través de nosotras. Por eso, amemos con el amor de Cristo a nuestros esposos, hijos, padres, hermanos, amigos y también a quienes no nos ofrecen nada a cambio. Perdonemos a quienes nos han ofendido, y pidámosle al Señor que nos dé la capacidad de amarlos.
Jesús nos mandó a amar incluso a nuestros enemigos. Y si Él lo ordenó, es porque nos da la capacidad de hacerlo desde el momento en que decidimos perdonar.
También dijo que no juzgáramos:
“¿Por qué te fijas en la paja que tiene tu hermano en el ojo, y no te das cuenta del tronco que tienes en el tuyo?… Saca primero el tronco de tu propio ojo, y así podrás ver bien para sacar la paja del ojo de tu hermano.” (Mateo 7:3–5)
Si realmente deseamos amar a Dios y al prójimo, debemos dejar de juzgar y señalar, porque eso le corresponde solo a Él. Si creemos que alguien no está bien, oremos por esa persona y, si se nos permite, aconsejemos con amor y humildad.
Recordemos cuando los maestros de la ley llevaron ante Jesús a la mujer adúltera para ponerlo a prueba. La ley de Moisés decía que debía morir apedreada, pero Jesús respondió:
“Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.” (Juan 8:7)
Uno a uno, todos se fueron, comenzando por los más viejos, hasta que Jesús quedó solo con la mujer.
“Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?” “Ninguno, Señor.” “Tampoco yo te condeno; vete, y no peques más.” (Juan 8:10–11)
Esta historia nos recuerda que todos necesitamos de la gracia. No estamos aquí para señalar, sino para reflejar la compasión y ternura de Cristo. Cuando rendimos verdaderamente nuestro corazón, experimentamos su amor en plenitud. Aunque Él nos ama con pasión, muchas veces no le permitimos al Espíritu Santo fluir como desea hacerlo. Si vivimos pendientes de los errores de los demás, nunca seremos libres para amar.
Si debemos corregir o exhortar a alguien, hagámoslo con el mismo amor y paciencia con que Jesús trató a la mujer adúltera. Pidámosle sabiduría, y que nuestras palabras sean como una luz suave que alumbra sin herir.
Rindámonos al amor de Dios. Dejemos que Él derrita nuestro orgullo, sane nuestras heridas y ablande nuestros juicios. Solo cuando nos rendimos completamente a su amor, somos verdaderamente libres.
El Señor no busca perfección, busca corazones rendidos. Quiere mujeres que amen como Él ama, que perdonen como Él perdona, y que reflejen su ternura en medio de un mundo herido.
Él te llama a descansar en su abrazo. No luches más con tus fuerza, ríndete a su amor. Porque cuando te rindes, Dios te levanta.