“La vida y la muerte dependen de la lengua; los que hablan mucho sufrirán las consecuencias.” (Proverbios 18:21)
Debemos estar atentos a lo que hablamos, porque de nuestra boca salen las palabras que desatan bendición o maldición sobre nuestras vidas y sobre quienes nos rodean. Muchas veces decimos cosas sin pensar, repitiendo creencias que hemos guardado en nuestra mente por años. Pero no debemos olvidar que, aunque vivimos en un mundo físico, este está regido por un mundo espiritual.
Por eso Jesús dijo a sus discípulos:
“Les aseguro que lo que ustedes aten en este mundo, también quedará atado en el cielo; y lo que ustedes desaten en este mundo, también quedará desatado en el cielo.” (Mateo 18:18)
Este pasaje se refiere, entre otras cosas, al perdón. Si confesamos nuestro pecado, seremos libres y la bendición del Padre reposará sobre nosotros. Pero si no lo hacemos, atamos nuestra alma y nos privamos de la paz y la libertad que solo el Espíritu Santo puede darnos.
“Cuando ponemos freno a la boca de los caballos para que nos obedezcan, controlamos todo el cuerpo. Y fíjense también en los barcos; aunque son tan grandes y los vientos que los empujan son fuertes, los pilotos, con un pequeño timón, los guían por donde quieren. Lo mismo pasa con la lengua: es una parte muy pequeña del cuerpo, pero se cree capaz de grandes cosas. ¡Qué bosque tan grande puede quemarse por causa de un pequeño fuego! Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad puesto en nuestro cuerpo, que contamina a toda la persona. Está encendida por el infierno mismo, y a su vez hace arder todo el curso de la vida.” (Santiago 3:3–6)
La lengua es poderosa. Siendo un miembro tan pequeño, puede causar gran daño; ya sea que nosotros lo provoquemos a otros o que otros nos hieran con sus palabras. Es un pecado serio abrir la boca para juzgar, criticar o calumniar. Pero también lo es hablar en contra de nosotros mismos, pues damos acceso a mentiras del enemigo y terminamos creyéndolas.
Cuando pronunciamos palabras de derrota, fracaso, enfermedad o pesimismo, abrimos puertas a espíritus que buscan impedir que el propósito de Dios se cumpla en nuestras vidas. La palabra tiene poder, porque existimos por la palabra. Dios habló, y el mundo existió:
“Entonces Dios dijo: ‘¡Que haya luz!’, y hubo luz.” (Génesis 1:3)
Cuando Dios creó al ser humano, lo hizo a Su imagen y semejanza, y le dio autoridad sobre la creación:
“Dios creó al hombre a Su imagen; hombre y mujer los creó, y los bendijo diciendo: ‘Tengan muchos hijos, llenen la tierra y gobiérnenla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo y a todos los animales que se arrastran por el suelo.’” (Génesis 1:27–28)
Ese era el plan perfecto. Pero a causa del pecado de Adán y Eva, la humanidad cedió su autoridad, y el enemigo comenzó a influir sobre este mundo. Desde entonces, enfrentamos una batalla espiritual; por un lado, el Espíritu Santo anhela habitar en nosotros para guiarnos; y por otro, los espíritus malignos buscan llevarnos a la confusión y al pecado.
Depende de nosotros quién gobierna nuestra vida. Solo cuando reconocemos nuestros pecados, nos arrepentimos y abrimos nuestro corazón a Jesús, podemos vernos como el Padre nos ve. De lo contrario, vivimos con una imagen distorsionada de nosotros mismos, atrapados en pensamientos y palabras que nos atan a la frustración.
“Que la salvación sea el casco que proteja su cabeza, y que la palabra de Dios sea la espada que les da el Espíritu Santo.” (Efesios 6:17)
Cuando somos conscientes de nuestra salvación y conocemos lo que Dios nos dice en Su Palabra, tenemos poder para vencer todo pensamiento negativo que se levante en nuestra mente. Es fundamental saber quiénes somos en Cristo y la dignidad que tenemos como hijas e hijos de Dios.
No podemos permitir que la negatividad, el miedo, la inseguridad, el conformismo o las palabras de derrota nos paralicen y nos impidan vivir la vida abundante que el Señor desea para nosotros.
“Porque Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino de poder, de amor y de dominio propio.” (2 Timoteo 1:7)
¡Dios nos ha dado poder! Usemos ese poder para dominar nuestra lengua y nuestros pensamientos. Hablemos palabras de amor, fe, victoria, salud, perdón y libertad. Perdonémonos y perdonemos; en la medida en que bendigamos, seremos bendecidos.
Pidamos al Espíritu Santo que renueve nuestra mente y nos ayude a reemplazar pensamientos negativos por palabras de fe. No digamos: “no puedo”, “no merezco”, “no sirvo”, “estoy enfermo”, “soy una fracasada” —pues con esas confesiones ofendemos al Dios que nos dio Su imagen y Su Espíritu. Si decimos que lo amamos, nuestras palabras deben reflejar Su gloria.
“Todo lo puedo en Cristo que me fortalece.” (Filipenses 4:13)
Cristo es nuestra fuerza en medio de las debilidades. Recordemos que el campo de batalla del enemigo es nuestra mente. Aprendamos a discernir sus mentiras y a contrarrestarlas con la verdad de Dios.
Hablemos palabras de bendición sobre nuestros seres queridos, nuestros amigos y nuestras naciones. Muchas veces atamos a nuestro país con nuestras críticas y quejas constantes. En lugar de eso, oremos para que los gobernantes se rindan a Dios y que su gloria sea manifiestada en nuestra tierra.
“Porque la palabra de Dios tiene vida y poder. Es más cortante que toda espada de dos filos, y penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu; juzga los pensamientos y las intenciones del corazón.” (Hebreos 4:12)