Hay heridas que duelen más de lo que se puede expresar. Palabras que marcaron tu corazón, traiciones que aún afectan en lo profundo, silencios que gritan. A veces creemos que olvidar es imposible, que perdonar es renunciar a la justicia, pero hoy quiero invitarte a mirar el perdón como lo ve Dios; no como una debilidad, sino como una llave que abre la puerta a la verdadera libertad.
El perdón no significa aprobar lo que te hicieron, ni minimizar el dolor que sufriste. Perdonar es soltar la carga que te ata al pasado, para poder abrazar la paz que Dios tiene para ti. Cuando Jesús nos enseñó a orar, incluyó una petición que nos confronta: “Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros hemos perdonado a los que nos ofenden” (Mateo 6:12). Él sabía que la falta de perdón encierra el alma, endurece el corazón y nos mantiene cautivas en prisiones invisibles.
También nos dejó una enseñanza poderosa sobre cuántas veces perdonar. “¿Cuántas veces debo perdonar a mi hermano que peca contra mí? ¿Hasta siete veces?” “No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta y siete veces” (Mateo 18:21-22). Jesús no puso un límite porque sabía que el perdón es un estilo de vida, no un acto aislado.
Tal vez pienses: “No puedo perdonar lo que me hicieron”. Pero ¿y si ese perdón fuera la llave que te libere? ¿Y si al perdonar, no estás perdiendo, sino recuperando tu poder interior, tu sanidad, tu propósito? Porque perdonar no es para el otro, es para ti. Es una decisión espiritual que desarma al enemigo y te alinea con el corazón de Dios.
La falta de perdón es una puerta abierta al enemigo
Cuando elegimos guardar rencor, sin darnos cuenta le estamos dando un territorio legal al enemigo en nuestra alma. “Si se enojan, no pequen. No permitan que el enojo les dure hasta la puesta del sol, ni den cabida al diablo”(Efesios 4:26-27). Esa raíz de amargura, aunque parezca pequeña, se convierte en una grieta por donde entra la oscuridad; el resentimiento, la desconfianza, la ansiedad, incluso enfermedades físicas y emocionales. El enemigo no necesita una gran puerta para entrar, solo una pequeña rendija de falta de perdón.
Además, el rencor nubla nuestra visión espiritual. Cuando hay heridas no sanadas, empezamos a ver la vida desde el dolor, desconfiamos de quienes nos aman, nos saboteamos en nuestras decisiones, y sentimos que no avanzamos aunque lo intentemos. La falta de perdón se convierte en una cadena que nos ata al pasado y nos impide recibir lo nuevo que Dios quiere hacer.
Y aún más, guardar el pecado o el resentimiento sin confesarlo ni entregarlo al Señor, nos estanca espiritualmente. “Al que disimula el pecado, no le irá bien; pero el que lo confiesa y lo deja, será perdonado” (Proverbios 28:13). Negarnos a perdonar no solo es cargar con un peso innecesario, sino también cerrar nuestro corazón a la sanidad que viene del cielo.
Lo más doloroso es que la falta de perdón nos aleja del propósito de Dios. No porque Él nos rechace, sino porque nosotras mismas bloqueamos el fluir de su gracia. Dios quiere usarte, restaurarte, levantarte, pero necesita un corazón dispuesto a soltar lo que ya no puede sanar por sí solo. Perdonar es rendir el dolor a Aquel que sí puede hacer justicia, sanar heridas profundas y darte una nueva historia.
Perdonar es volver a respirar
Perdonar es mirar el dolor de frente, y aún así decir: “Ya no te daré más poder sobre mi vida”. Es confiar en que Dios es justo y peleará por ti. Es permitir que Su amor se derrame justo donde más te dolió. Y sí, es un proceso. Puede que necesites llorar, orar, sanar en etapas. Pero cada paso que das hacia el perdón es un paso que das hacia tu verdadera libertad.
La Palabra lo confirma con ternura y verdad. “Él es quien perdona todas mis maldades, quien sana todas mis enfermedades” (Salmo 103:3). Dios no solo perdona, también restaura lo que se había quebrado. Cada herida que le entregas, Él la transforma en un testimonio de sanidad.
Y como parte de esa transformación, también nos llama a renovarnos: “renuévense en la actitud de su mente” (Efesios 4:23). Perdonar es renovar la mente y el corazón conforme al carácter de Cristo. Es decirle al Señor: “Ya no quiero seguir viviendo bajo la sombra del dolor, quiero vivir bajo la luz de Tu gracia”.
No estás sola en este camino. Jesús te entiende. Él fue traicionado, humillado y crucificado injustamente, y aun así, desde la cruz dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). ¿Qué te parece si hoy decides comenzar ese proceso también? No por quien te falló, sino por ti, por tu alma, por tu paz, por tu llamado.
Que hoy sea el día en que digas: “Señor, ayúdame a perdonar como Tú me has perdonado”. Y Él, con amor inagotable, caminará contigo, sanando cada parte rota, devolviéndote la luz, devolviéndote la libertad.
Si sientes que el peso del pasado aún te acompaña, no te culpes ni te apresures. Dios conoce cada rincón de tu historia y te mira con ternura. No estás sola en este proceso. Él camina contigo con paciencia y amor, y cada vez que eliges perdonar, estás dando un paso hacia la libertad que Él soñó para ti.