“Yo soy el Señor, el Dios de todo ser viviente. Nada hay imposible para mí.” (Jeremías 32:27)
Dios es Dios, soberano y eterno, y toda Su creación proclama Su gloria. Es maravilloso contemplar cómo diseñó el universo con perfección, y cómo preparó nuestro planeta como un hogar ideal para que el ser humano viviera plenamente. Nos regaló una naturaleza llena de abundancia, diversidad y belleza; nos dio la luz del sol, la frescura del agua, las estaciones, la luna que gobierna la noche… Todo fue dispuesto por amor, para nuestro bienestar. Sin embargo, con facilidad olvidamos que por Su poder existimos y por Su gracia permanecemos.
Su creación más preciada es la humanidad. Cada parte de nuestro cuerpo revela Su sabiduría: tejidos, células, órganos… todo funcionando con exactitud. El corazón impulsa la vida, el cerebro almacena y procesa cada pensamiento. Pero no se limitó a lo físico. Nos dio alma —mente, emociones y voluntad— y nos dio espíritu, el aliento divino que nos conecta con Él. Cuando caminamos con Dios, Su Espíritu se une al nuestro y nos afirma como hijas suyas:
“El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios.” (Romanos 8:16)
Dios es omnipotente, omnisciente y omnipresente. Él sostiene toda la creación, y de Él depende nuestra existencia. Aun cuando parte de la humanidad ha decidido darle la espalda, Su misericordia continúa extendiéndose, dando oportunidad para que muchos regresen al camino de la verdad. Nada queda oculto delante de Su presencia:
“Nada de lo que Dios ha creado puede esconderse de Él…” (Hebreos 4:13)
Sin darnos cuenta, muchas veces vivimos guiadas por nuestras emociones y pensamientos, dejando a un lado la voluntad de Dios. Nuestra mente es campo de batalla; allí se libran luchas intensas entre la verdad de Dios y las mentiras del enemigo. Aunque Dios nos creó perfectas, el pecado nos distorsionó. Antes vivíamos siguiendo el curso del mundo, pero Cristo vino para darnos vida y libertad:
“Antes ustedes estaban muertos espiritualmente debido a sus pecados y maldades.” (Efesios 2:1)
El enemigo sabe que si controla la mente, puede influir en nuestras decisiones y emociones. Pero Dios nos ha dado armas espirituales para llevar todo pensamiento cautivo a la obediencia de Cristo. Él conoce el estado de nuestro corazón; sabe si está herido, triste, confundido o endurecido. Nada está oculto delante de Él; y todo será llevado a cuentas, a menos que haya arrepentimiento sincero y dejemos que Jesús nos restaure.
Muchas veces preguntamos por qué sufrimos, por qué atravesamos pruebas tan duras. La verdad es que gran parte del dolor humano nace de decisiones tomadas sin considerar la voluntad de Dios. Él desea nuestro bien, pero muchas veces tomamos el camino que nos parece correcto, sin consultar Su corazón, y luego enfrentamos las consecuencias. Aun así, Él sigue siendo un Dios de esperanza:
Yo sé los planes que tengo para ustedes, planes para su bienestar y no para su mal, a fin de darles un futuro lleno de esperanza. Yo, el Señor, lo afirmo.” (Jeremías 29:11)
Para disfrutar Su plenitud, necesitamos un corazón sencillo y humilde, reconociendo que dependemos de Él para todo. La vida es un regalo precioso, y un día daremos cuenta de cómo la administramos. La Escritura nos recuerda:
“Dios se opone a los orgullosos, pero da gracia a los humildes.” (Santiago 4:6)
Nuestra fe debe descansar completamente en Su amor. Dios conoce nuestras necesidades más profundas y desea suplir lo que sabe que será para nuestro bien. Pero debemos someternos a Su voluntad, confiando en que somos preciosas para Él:
“En cuanto a ustedes mismos, hasta los cabellos de la cabeza los tienen contados uno por uno. Así que no tengan miedo, porque ustedes valen más que muchos pajarillos.” (Lucas 12:7)
No hay lugar donde podamos huir de Su presencia:
“¿A dónde podría ir para estar lejos de tu espíritu? ¿A dónde huiría lejos de tu presencia? Si me subiera al cielo, allí estás tú; si me acostara en el fondo del abismo, también allí estás.” (Salmo 139:7–8)
Dios es Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Su Espíritu Santo es la evidencia de Su omnipresencia en la tierra. Jesús mismo dijo que era necesario que Él ascendiera para que el Consolador viniera y nos guiara a toda verdad:
“Pero les digo la verdad: es mejor para ustedes que yo me vaya. Porque si no me voy, el Defensor no vendrá para estar con ustedes; pero si me voy, yo se los enviaré. Cuando él venga, mostrará claramente a la gente el pecado, la rectitud y el juicio de Dios. El pecado se mostrará en que ellos no creen en mí; la rectitud, en que yo voy al Padre y ustedes ya no me verán; y el juicio, en que ya ha sido condenado el que gobierna este mundo.” (Juan 16:7–11)
Es el Espíritu Santo quien nos convence de pecado y nos guía al arrepentimiento. Jesús vino a salvar al mundo; no desea que nadie se pierda. Aunque parezca que la maldad domina, el enemigo está derrotado. La salvación, sin embargo, es solo para quienes reconocen su pecado, se arrepienten y reciben a Jesús como Señor.
Oremos para que la presencia de Dios sea siempre nuestro refugio, y pidámosle amor, valentía y compasión para llevar Su palabra a aquellos que todavía no han rendido su corazón a Aquel que dio Su vida para darles vida eterna.



