"La sal es buena, pero si deja de estar salada, ¿cómo podrán ustedes hacerla útil otra vez? Tengan sal en ustedes y vivan en paz unos con otros" (Marcos 9:50)
La sal da sabor, conserva y transforma. Jesús nos invita a ser sal, es decir, a no perder nuestra esencia, esa chispa interior que Él mismo ha puesto en nuestros corazones. ¿Estamos aportando sabor a nuestro entorno? ¿Nuestra presencia deja una huella de paz, de consuelo, de amor?
Cuando vivimos con el corazón abierto al amor de Dios, nos volvemos mujeres que sanan, que edifican, que consuelan. No somos perfectas, pero sí podemos ser intencionales. La paz y la bondad no nacen de un esfuerzo humano, sino de una vida guiada por el Espíritu. Él es quien nos da la capacidad de perdonar, de calmar una discusión, de callar cuando podríamos herir, de extender la mano cuando alguien necesita ayuda.
"La mujer sabia edifica su casa, la necia, con sus propias manos la destruye" (Proverbios 14:1).
Edificar no siempre significa hacer grandes cosas. A veces es un susurro de fe en medio del caos. Otras veces es una oración silenciosa en lugar de una crítica. También es cuidar nuestras palabras, abrazar con paciencia y confiar en que Dios está obrando, incluso cuando no lo vemos. Amar no es controlar, sino acompañar con gracia.
Somos llamadas a ser mujeres que unen, no que dividen. Que construyen puentes, no muros. Que buscan soluciones en vez de alimentar el conflicto. La amargura, el enojo o el chisme no solo dañan a otros, también van vaciando nuestro interior poco a poco. Efesios 4:26 nos recuerda que el enojo no puede quedarse a dormir con nosotras. Liberarlo es una forma de proteger nuestro corazón.
El Salmo 15 habla de vivir con integridad. Nos invita a no hablar mal de nadie, a no dañar con nuestras palabras, a vivir con rectitud. Qué belleza saber que quienes así viven jamás caerán. Pero eso no significa perfección, sino autenticidad; un corazón que se deja corregir y transformar, uno que no se esconde tras máscaras.
Reconocer nuestras faltas no es señal de debilidad, sino de valentía. El primer paso hacia el cambio empieza dentro de nosotras mismas. A veces hemos aprendido a justificar nuestras actitudes, a disfrazar el enojo, la envidia o el orgullo, pero Dios nos llama a la sinceridad, a abrirle nuestro corazón sin reservas. Él no quiere una versión perfecta de nosotras; quiere una versión real, dispuesta a crecer.
El amor, como lo describe 1 Corintios 13, es paciente, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor. Es un desafío, Pero también, qué hermoso ideal. No para sentirnos frustradas, sino inspiradas a caminar cada día un poco más hacia ese amor que todo lo soporta y lo transforma.
La vida es un regalo De Dios, y algún día le daremos cuenta de lo que hicimos con ella. No como una amenaza, sino como un recordatorio de lo valioso que es cada día que se nos da. Vivamos con intención. Sembrando bondad en lugar de juicio. Escuchando en vez de criticar. Dando sin esperar nada a cambio.
La mujer virtuosa de Proverbios 31 también es generosa. Tiende la mano, da consuelo, ofrece lo que tiene sin alardear. A veces pensamos que ayudar es solo dar algo material, pero muchas veces lo que más se necesita es un oído dispuesto, una palabra de ánimo, apoyo con un a oración.
En medio de tanta oscuridad, aún podemos ser luz. Tal vez no cambiemos el mundo entero, pero sí podemos cambiar nuestro mundo cercano. Basta con proponernos amar más y que nuestro amor se traduzca en acciones concretas; cuidar a los nuestros, ayudar a los mas cercanos, hablar con ternura, perdonar sinceramente, orar con fe.
En estos tiempos difíciles, donde el amor parece escasear, seamos las que seguimos creyendo. Que no nos endurezcamos ni nos dejemos arrastrar por la frialdad del mundo. Mateo 24:12-13 nos advierte de la maldad creciente, pero también nos anima: “el que siga firme hasta el fin será salvo”. Y firme no significa rígido, sino enraizado en el amor de Dios.
Mujer, tú puedes marcar la diferencia. No desde el agotamiento o la culpa, sino desde el gozo de saber que eres amada y llamada. Que todo lo que hagamos sea con alegría, como dice Pablo, porque Dios ama a la que da con alegría. Dar tiempo, perdón, ternura, servicio, agradandoos a Dios.
A veces creemos que lo que hacemos no tiene importancia, que nuestros actos cotidianos son invisibles. Pero lo invisible Dios lo ve. Un gesto amable, una palabra que levanta, un silencio que evita herir, todo eso es sal.
Recuerda que no estás sola. Hay muchas mujeres como tú, que también luchan, que también fallan, pero que no se rinden. Seamos mujeres que desean dejar un legado de fe y de amor. Mujeres que oran, que trabajan, que crían, que sueñan, que sanan. Mujeres que siguen creyendo, incluso en medio del dolor.
No necesitas ser perfecta para ser instrumento de Dios. Necesitas ser sincera, dispuesta, humilde y valiente. Lo poco en tus manos, en manos de Dios, se vuelve mucho. No subestimes el poder de una mujer que ora, que ama y que se mantiene firme en su fe.
Y si alguna vez te sientes frágil, descansa en Jesús, Él es tu fuerza, tu paz, tu esperanza. Él no solo te llama a ser sal, también te alimenta, te renueva y camina contigo. Pídele cada día que te llene de su amor y te enseñe a darlo con alegría.