“Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser, con todas tus fuerzas y con toda tu mente”, y “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. — Lucas 10:27, NVI
Este mandamiento, que parece tan claro y directo, en un desafío profundo para nuestra vida diaria: ¿Qué significa amar a Dios con todo? ¿Y cómo saber si realmente lo amamos?
Cuando Jesús citó este versículo, lo hizo en respuesta a una pregunta que, en el fondo, muchas de nosotras también nos hacemos: ¿Qué significa vivir una vida que agrade a Dios? Para que lo pudiéramos entender, Jesús contó una historia. Una historia que sigue hablándonos al corazón; la parábola del buen samaritano.
Amar a Dios sobre todas las cosas es reconocer que sin Él no somos nada y que dependemos totalmente de su amor y misericordia. Es desear Su presencia más que cualquier logro, persona o comodidad. Significa poner Su voluntad por encima de nuestros propios deseos, confiar en Él incluso cuando no entendemos, y buscar agradarle en lo secreto y en lo público.
Amar a Dios así no es una emoción pasajera, sino una decisión diaria de entregarle nuestro corazón, nuestros planes y nuestro tiempo. Cuando Él ocupa el primer lugar, todo lo demás encuentra su lugar correcto.
Amarlo con toda nuestra mente es rendirle también nuestros pensamientos. Es permitir que lo que pensamos esté alineado con Su verdad, y no con los temores, mentiras o patrones del mundo. Significa meditar en Su Palabra, buscar sabiduría, reflexionar antes de actuar, y tomar decisiones que honren Su nombre.
Nuestra mente puede ser un campo de batalla, pero también puede ser un altar donde Dios reine. Cuando decidimos pensar con fe, con esperanza, con gratitud, estamos adorando a Dios con nuestra mente, y esa adoración transforma nuestra manera de vivir.
Un mandamiento con dos direcciones
Jesús une dos mandamientos en uno solo. Amar a Dios y amar al prójimo. No como dos ideas separadas, sino como una manifestación completa del mismo amor. Porque, como veremos, no podemos decir que amamos a Dios si no lo reflejamos en la forma en que tratamos a los demás.
La historia del buen samaritano: una lección de amor en acción
Jesús cuenta que un hombre iba de Jerusalén a Jericó. En el camino, fue atacado por ladrones que lo despojaron, lo golpearon y lo dejaron medio muerto.
Pasó por allí un sacerdote. Lo vio… y siguió de largo. Luego pasó un levita. Lo vio también… y cruzó al otro lado del camino.
Finalmente, un samaritano— alguien considerado enemigo por los judíos— llegó al lugar. Y al ver al hombre herido, se compadeció. Se acercó, le curó las heridas, lo montó en su burro, lo llevó a un lugar seguro, y hasta pagó su cuidado.
¿Qué tiene que ver esto con amar a Dios con todo el corazón, el ser, las fuerzas y la mente?
1. Amar con todo el corazón El samaritano sintió compasión. No fue indiferente. No cerró su corazón ante el dolor ajeno. Y eso es parte de amar a Dios; tener un corazón alineado con el suyo, que late por el que sufre, por el que está caído, por el que ha sido rechazado.
2. Amar con todo el ser Este amor no se quedó en una emoción bonita. El samaritano se acercó. Arriesgó su seguridad. Se ensució las manos. Amar a Dios con todo nuestro ser significa involucrarnos, actuar con todo lo que somos, sin miedo a salir de nuestra comodidad.
3. Amar con todas las fuerzas Cuidar al herido implicó esfuerzo físico, tiempo, dinero. A veces, amar a Dios nos va a costar energía, recursos, sueños propios. Pero cuando lo hacemos con todas nuestras fuerzas, le decimos: Señor, todo lo que tengo, te pertenece. Úsalo para Tu gloria.
4. Amar con toda la mente El samaritano pensó en lo que el herido necesitaba a corto y largo plazo. No solo lo levantó del suelo, sino que planeó su cuidado futuro. Amar con la mente es usar la sabiduría, pensar con empatía, planear el bien para los demás, no solo lo inmediato.
Una reflexión para el corazón: ¿Estoy amando a Dios de esta manera?
A veces creemos que amar a Dios es solo orar, leer la biblia o asistir a una iglesia. Todo eso es hermoso y necesario. Pero si nuestra vida no está tocando la de otros con amor real, práctico y compasivo… ¿es un amor completo?
Amar a Dios con todo es dejar que Él transforme lo que pensamos, lo que sentimos, cómo vivimos y cómo servimos.
No se trata de ser perfectas, sino de estar dispuestas. Como mujeres de fe, muchas veces tenemos rutinas llenas de responsabilidades. Familia, trabajo, relaciones, metas personales. Pero ahí, en medio de lo cotidiano, hay oportunidades para amar a Dios sirviendo, perdonando, escuchando, ayudando, siendo luz.
A veces pensamos que amar a Dios con todo implica hacer obras visibles o alcanzar metas espirituales extraordinarias. Pero Jesús nos muestra que el amor verdadero se revela en lo cotidiano, en lo invisible, en lo que nadie aplaude. Amar a Dios es también cuidar con ternura a los tuyos, perdonar cuando duele, ser paciente con quien te irrita, y elegir callar cuando podrías herir con palabras. Es ahí donde se mide la profundidad de nuestro amor por Él.
Cada día es una oportunidad para volver al corazón del mandamiento; amar con totalidad. No desde lo que nos sobra, sino desde lo que somos. Si nuestro amor por Dios no se traduce en compasión por otros, quizás aún estamos reteniendo partes de nosotras que Él quiere transformar. Dios no busca perfección, busca entrega sincera. Busca hijas que le digan: “Aquí estoy, con todo lo que tengo y soy. Úsame para amar como Tú amas.”
Mujer, si hoy sientes que no estás amando así, no te condenes. El primer paso no es hacer más, sino rendirte más. Vuelve al origen, a la fuente de ese amor que es Jesús. Él es quien sana tu corazón, renueva tus fuerzas, dirige tu mente y enciende tu espíritu. Y desde ahí, desde esa comunión profunda, podrás amar con libertad, con gozo y con verdad. Ahí es donde verdaderamente resplandeces.
¿Quién es tu prójimo hoy?
Tal vez no te cruces con alguien tirado en un camino, pero tal vez sí con alguien que carga una herida que no puedes ver
Una amiga que atraviesa un momento difícil
una madre que necesita un consejo
Un joven o una joven confundida,
Un vecino o vecina que necesite apoyo
Un hijo que necesita más presencia que regalos,
Alguien en la familia que se encuentre pasando una prueba
Un anciano solo y enfermo
Amar a tu prójimo también incluye cuidarte como hija amada de Dios.
Amar a tu prójimo también incluye cuidarte como hija de Dios. No puedes dar lo que no tienes, y no puedes sostener a otros si tú misma estás agotada, descuidada o vacía. Cuidarte es reconocer que tu vida también importa, que tu bienestar honra al Dios que te creó con tanto amor. Es darte permiso para descansar, para cuidarte, para decir “no” cuando es necesario, y para recibir lo que Dios quiere darte. Cuando te tratas con la misma compasión y ternura que darías a alguien más, estás practicando el amor que nace del cielo, un amor que también resplandece.
Mujer, resplandece en amor verdadero
Cuando amamos a Dios con todo el corazón, el ser, las fuerzas y la mente, empezamos a reflejar Su amor en nuestras decisiones, nuestras relaciones y hasta en los detalles más pequeños. Y ahí, en esa entrega silenciosa pero real, es donde empieza a brillar nuestra fe.
Mujer, que tu vida sea una respuesta constante a Su amor. Que donde vayas, se note que has estado con Él. Porque cuando Él es tu todo, tú verdaderamente resplandeces.